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El éxito no está en el dinero o premios, sino en ser feliz: Alfredo López Austin

Para Alfredo López Austin, investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una persona exitosa no es aquella que gana mucho dinero o que obtiene muchos premios, sino aquella que es feliz con lo que hace.

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“No creo que el científico deba aspirar a tener tanto reconocimiento ni tantos premios. Mi satisfacción mayor es hacer lo que estoy haciendo, soy un hombre que en ese sentido sí ha sido exitoso porque he vivido haciendo lo que he querido y he disfrutado de todos los altibajos de la vida misma”, indicó el historiador.

En entrevista, el especialista en cosmovisión mesoamericana y en los pueblos indígenas de México, lamentó que actualmente muchos científicos están más preocupados por los premios y los bonos de “productividad”.

El también miembro emérito del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) señaló “el mejor premio del científico es precisamente ese sentimiento de que está haciendo algo en beneficio de la humanidad».

Nostálgico, el investigador hizo un viaje a su pasado y narró cómo fue su primer acercamiento con la ciencia y la historia en su natal Ciudad Juárez, además relató cómo logró vencer todos los obstáculos que encontró en su camino para ser uno de los historiadores mexicanos más connotados.

El valor de trabajo

Alfredo López Austin nació en 1936 en Ciudad Juárez, Chihuahua. Su infancia transcurrió como la de cualquier niño normal de la provincia. “En aquel entonces no era mal visto y mucho menos penado que los niños trabajaran”, así que ayudaba a su padre.

“Nos enseñaban algo muy saludable, nos enseñaban a trabajar. Combinábamos las vacaciones de la escuela con periodos de trabajo familiar muy productivos. Trabajaba con mi padre en cosas de ganado, lo acompañaba a hacer la compra y venta de los animales. Después mi padre puso una pequeña empacadora de carne y también trabajé ahí”.

Ya cuando cursaba la secundaria buscó un trabajo fuera del seno familiar, pues era lo que se estilaba en aquella época. “Con mis compañeros siempre había una disputa, que por cierto nunca gané, de trabajar en talabarterías, ya que en la ciudad había una producción importante de botas para montar”.

Y dijo que aunque no era un niño de excelencia académica, siempre se sintió muy atraído por las ciencias sociales, en especial la historia y la filosofía; sin embargo, en ese tiempo, estas disciplinas estaban subvaloradas.

Derecho por obligación

“Cuando salí de la preparatoria teníamos una visión mucho más limitada de la que actualmente pueden tener los jóvenes, se pensaba que había tres o cuatro carreras que eran las óptimas y que todo lo demás salía sobrando, era la visión provinciana que teníamos”.

Relató que en su familia le plantearon tres opciones de carrera a estudiar: medicina, derecho o ingeniería y eligió derecho que era lo que más se aproximaba a lo que le gustaba.

“En esa edad yo quería estudiar filosofía, obviamente esto no entraba en los cánones familiares, ya que la veían como una actividad totalmente improductiva, evidentemente en provincia no sé qué hubiera hecho con un título de filósofo”.

Señaló que en la carrera hubo un momento en que quiso desistir porque no tenía la vocación, pero sus amigos y familiares le aconsejaron que siguiera.

Estudió un año en Monterrey y después viajó a la Ciudad de México y entró a estudiar a la UNAM. Cuando concluyó la carrera regresó a su tierra y trabajó tres años como abogado.

“Lo hacía y lo hacía bien, cumplía con mis obligaciones pero no era algo que me apasionara, algo que disfrutara hacer todos los días, no era algo que me hiciera feliz”.

En el pasado encontré mi vocación

Sonriente recordó que cuando estudiaba derecho tomaba algunas clases de filosofía como oyente, así tomó clases de historia y de lengua náhuatl.

“En la lengua y cultura náhuatl encontré mucho de lo que buscaba de mi vocación, ya que desde muy pequeño me gustaban mucho los pueblos indígenas, la religión, los dioses griegos, la mitología, el arte religioso. Nunca pensé hacerlo de manera profesional, siempre lo hice como una mera afición, con todas las virtudes y todos los defectos que pueda tener un autodidacta”.

Destacó que un autodidacta tiene como gran ventaja la dedicación, la cual en muchas ocasiones es mucho mayor que aquel que es profesional. No obstante, el problema del autodidacta es que ejerce mucho la facultad de elección y elige algunos campos y descuida otros, no hay una formalización de los estudios.

Estaba trabajando como abogado en Ciudad Juárez cuando recibió una carta del lingüista e historiador Miguel León Portilla con quien había tomado varias materias de lengua náhuatl. En la misiva, León Portilla le decía que había sido nombrado director de los institutos Indigenista Interamericano y de Investigaciones Históricas de la UNAM y necesitaba a alguien que lo auxiliara en ambos puestos.

“En la carta me indicaba cuánto iba a ser mi salario y juntando los dos sueldos no se aproximaba a lo que yo ganaba como abogado, pero lo tomé porque era una oferta que me prometía un cambio de vida bastante interesante, porque aunque iba a ganar menos iba a hacer algo que me llenaba mucho más que el trabajo como abogado”.

Así que no lo dudó por un instante y lo consultó con su esposa. “Le dije a mi esposa que quería venir a la Ciudad de México y ella me respondió: ‘Si eso es lo que quieres, pues nos vamos a la aventura’”.

Para López Austin fue una grata sorpresa empezar a trabajar en la UNAM, «me acogió de la misma manera como maestro que como alumno. Con todos los sinsabores que puede haber en cualquier trabajo, me fue muy bien”.

Ya trabajando en la UNAM, decidió empezar a estudiar filosofía; sin embargo, entrar a estudiar esta segunda carrera no fue cosa fácil.

“Me decían que era de provincia y que en mi estado se acababa de abrir la carrera, claro eran otros tiempos, un título universitario ya era mucho, para qué otro, en cambio ahora te impulsan para que te sigas con la maestría o el doctorado”.

Recordó que cuando por fin logró ingresar a la carrera de filosofía, ese autodidacta se tuvo que disciplinar y estudiar cosas que no eran muy de su agrado, pero que le sirvieron mucho.

Un poco nervioso reveló que le costó un poco disciplinarse, “no soy muy disciplinado, ayudó que lo hiciera con gusto, pero yo no soy muy partidario de la disciplina, cuando menos en disciplina personal”.

De la competencia a la amistad

Emocionado de recordar sus primeros años de trayectoria científica, expresó que cuando inició su línea de investigación empezaron otros investigadores a estudiar lo mismo.

“Puedo recordar con gran cariño a Víctor Manuel Castillo Farreras y Josefina García Quintana, hicimos una gran amistad no solo en el sentido profesional, también en el personal, creo que nos ayudamos mucho, cuando menos yo estoy muy agradecido con mis compañeros de todo lo que pudimos lograr”.

Recordó que tenía discusiones a veces muy pesadas, pero siempre muy productivas y enriquecedoras, las cuales contribuían a realizar mejores investigaciones.

En ese tiempo había colaboraciones y no competencias de ver quién lograba más puntos, más premios o de quién publicaba más. “La competencia se ha desarrollado mucho en los últimos 40 años, antes no era así, veíamos la ciencia desde un punto de vista más científico, no había competencia para llegar a la llamada excelencia universitaria que ahora tanto se alaba”.

Asegura que tenían más puesto el pensamiento en lo que podían lograr dentro de la ciencia, «entonces más que competencia había colaboración. Ya después entraron otros sistemas que a mi juicio han dañado mucho la ciencia, se ha establecido un sistema de competitividad que en la jerga universitaria le hemos denominado ‘los pilones’, que esto no es otra cosa que garrote y zanahoria”.

Para López Austin, más que premios y castigos debe de haber un sentido de academia científica, en el cual no se premie al “excelente”, al que logró más puntos o al que publicó más, sino que se vea en la ciencia a un conjunto de investigadores que están contribuyendo a la producción de algo que beneficia a la humanidad.

“Es una tendencia de la época, todo queremos medir como si fuéramos comerciantes o industriales y creo que no hay especificidades muy importantes en el científico. El premio del científico es precisamente ese sentimiento de que está haciendo algo en beneficio de la humanidad, por encima de las premiaciones, ascensos o pilones”.

Indicó que los científicos y los estudiantes que aspiran a ser investigadores deberían tener conciencia de que forman parte de una sociedad y que deben responder a esa sociedad, sobre todo aquellos que lo hacen en el sistema de universidades públicas.

Los científicos no debemos buscar premios

Durante sus más de 50 años de trayectoria académica, Alfredo López Austin ha recibido una gran cantidad de galardones de instituciones tanto mexicanas como extranjeras.

Por ejemplo, en 1993 obtuvo el Iichiko Prize for Cultural Studies, por el Institute for Intercultural & Transdisciplinary Studies, Tokio, Japón; en 2008 fue galardonado con la medalla y diploma del Senado de la Universidad de Varsovia, Polonia; en 2011 fue distinguido con el H. B. Nicholson Medal for Excellence in Mesoamerican Studies, por la Universidad de Harvard, Estados Unidos.

Señaló que aunque todos los premios los ha recibido con mucho gusto y agradecimiento, él nunca los ha buscado. “Los galardones de alguna forma proporcionan satisfacciones, pero de ninguna manera se debe trabajar para eso, no es la meta, no la de los científicos. Los premios me han satisfecho mucho, pero no los he buscado ni considero que sean metas en la vida de un científico, ¿cuántos científicos hay que no recibieron o no han recibido ningún premio y son magníficos? Los premios no son una medida adecuada para juzgar una vida”.

«Mi meta, la vida misma»

Sobre cuál es la meta en la vida de Alfredo López Austin, el investigador aseveró que la vida misma, la satisfacción de hacer lo que hace y no tanto el gran triunfo o el gran descubrimiento.

“Puede uno dedicar años y años en una idea y al final tiene uno que reconocer que la hipótesis está mal planteada, pero fueron años de dedicación, de experiencias, que no llevaron a un éxito”.

¿Usted se considera exitoso?, se le cuestionó, a lo que respondió con un rotundo: “No me importa, ¿quién va a medir el éxito? ¿con qué parámetros? Muchos premios son otorgados porque se buscan, se hace demasiado por alcanzarlos, no creo que el científico deba aspirar a tener tanto reconocimiento ni tantos premios. Mi satisfacción mayor es hacer lo que estoy haciendo, soy un hombre que en ese sentido sí he sido exitoso, he vivido haciendo lo que he querido».

Vivan su vida y sean felices

A sus 80 años de vida y más de 50 de trayectoria académica, se le pidió un consejo para las nuevas generaciones de científicos y enfático respondió: “No, ninguno porque no estoy viviendo esta generación, cada generación se hace sus metas, propósitos de vida y busca la manera de resolverlas, si yo les dijera que hagan lo que yo hice no lograrían nada, porque simplemente no están viviendo la vida que yo viví. Yo viví en otra época, ya no se tienen las condiciones que yo tuve. No les recomendaría para nada que estudiaran algo de ciencias, lo que les diría es que busquen en la vida lo que les gusta y los haga felices y trabajen día a día en ello”.

Los mitos del científico

Señaló que uno de los mitos que hay detrás de los científicos es que no tienen amigos ni familia porque están muy dedicados a su trabajo, lo cual dijo que es una completa mentira.

“A través de ciertas circunstancias, que no es precisamente suerte, logré un equilibrio entre la vida personal y familiar con la investigación. Mi esposa y yo quisimos y pudimos formar una bonita y armoniosa familia, muchas parejas simplemente no quieren o no pueden, nosotros tuvimos suerte”.

Destacó que él es quien es gracias al entorno cariñoso que siempre encontró en su hogar. “Lo que hace o logra uno no solo es el mérito personal, es también parte del ambiente que lo rodea”.

Fuente: CONACYT.

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